Los lectores para quienes el oído es una de sus más gratificantes fuentes de placer disfrutarán sin duda leyendo Siete contra Georgia. Leerlo es oírlo. Oír en vivo a esas siete entrañables e inolvidables «locas» contar, con toda la brillantez de su descarada e impúdica manera de hablar, sus fantasías y experiencias eróticas. Hablan sin cesar, como cotorras, comentan, critican, cuentan chismes, historias y anécdotas, pero sobre todo viven de viva voz el sexo, su sexo, a su manera, con su gente, esa gente «rara» por quien siente en el fondo sentimientos encontrados el comisario de policía, oyente privilegiado, junto al lector, de estas siete inconfesables confidencias. A nadie se le escapará con cuanto rigor han sido en todo momento medidas y controladas la soltura y la invención de este lenguaje oral, hasta el punto de que no nos extrañaría que el lector, algún tiempo después de la lectura de este libro, al recordar o reexperimentar —¿por qué no ?— algún episodio de su predilección, se preguntara si realmente lo ha leído o si, de hecho, se lo ha oído contar a su protagonista. En todo caso, pocas veces el aficionado a esta colección habrá encontrado unas narraciones que tan bien sintonicen con esta tan castiza tradición nuestra del cachondeo, paradójicamente siempre respetuoso de la cachondez.
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Los lectores para quienes el oído es una de sus más gratificantes fuentes de placer disfrutarán sin duda leyendo Siete contra Georgia. Leerlo es oírlo. Oír en vivo a esas siete entrañables e inolvidables «locas» contar, con toda la brillantez de su descarada e impúdica manera de hablar, sus fantasías y experiencias eróticas. Hablan sin cesar, como cotorras, comentan, critican, cuentan chismes, historias y anécdotas, pero sobre todo viven de viva voz el sexo, su sexo, a su manera, con su gente, esa gente «rara» por quien siente en el fondo sentimientos encontrados el comisario de policía, oyente privilegiado, junto al lector, de estas siete inconfesables confidencias. A nadie se le escapará con cuanto rigor han sido en todo momento medidas y controladas la soltura y la invención de este lenguaje oral, hasta el punto de que no nos extrañaría que el lector, algún tiempo después de la lectura de este libro, al recordar o reexperimentar —¿por qué no ?— algún episodio de su predilección, se preguntara si realmente lo ha leído o si, de hecho, se lo ha oído contar a su protagonista. En todo caso, pocas veces el aficionado a esta colección habrá encontrado unas narraciones que tan bien sintonicen con esta tan castiza tradición nuestra del cachondeo, paradójicamente siempre respetuoso de la cachondez.