«En los últimos años del siglo IV, cuando el imperio romano está a punto de derrumbarse, una mujer hispana de alta alcurnia se pone en camino para conocer y venerar los Santos Lugares, recién descubiertos por santa Helena. Atravesando la Vía Domitia llega a la capital de la pars orientis del Imperio, Constantinopla, continúa hasta Jerusalén, recorre parajes bíblicos, incluido el Sinaí y algunos lugares de Mesopotamia. Va narrando cuanto ve, con deliciosa frescura, en unas cartas dirigidas a las amigas que quedaron en la patria. Su relato, copiado por algún monje en el siglo XI, fue hallado en 1884 en una biblioteca italiana. Tras una investigación prolongada, se pudo poner nombre y rostro a esta matrona piadosa. Egeria, la primera viajera-escritora española de que tengamos noticia.» (Carlos Pascual, “Egeria, la Dama Peregrina”, Arbor CLXXX, 711-712 (Marzo-Abril 2005), 451-464 pp. Esta breve e incompleta obra inaugura así el género de las peregrinaciones a Tierra Santa: a lo largo de los siglos numerosos viajeros pondrán por escrito sus experiencias. Las narraciones de viajes, con las más variadas finalidades eran ya antiguas: el Periplo Massaliota del s. VI a.C, incluido en Ora Marítima de Avieno; la Descripción de Grecia de Pausanias (s. II), auténtica guía turística y monumental... Sabemos de otros casos contemporáneos a la dama Egeria, con idéntico objetivo religioso, a los que seguirán muchos más. Algunos serán fidedignos, aunque otros no tanto, como el relato de Juan de Mandeville, en el siglo XIV. Y con otros destinos también religiosos, como Santiago de Compostela (Guía del Peregrino, del siglo XII), o como La Meca (De la descripción del modo de visitar el templo de Meca, de Ibn-Fath Ibn-Abi-r-Rabía). En cuanto a la obra que nos ocupa, y a excepción de su posible origen hispánico, apenas sabemos nada. Posiblemente perteneciente a una poderosa y adinerada familia bien relacionada con autoridades de todo tipo, mantiene una jugosa (hasta cierto punto) correspondencia con sus amigas , redactada conscientemente en un latín llano y sencillo, que ha permitido a los expertos aproximarse a la lengua hablada de la época. «Lo que sí sabemos, por sus propias confesiones, es cómo era el carácter de Egeria. Piadosa, desde luego: lo primero que hace cuando llega a un lugar sagrado es leer el pasaje de la Biblia donde aparece ese lugar, y recogerse en oración. Esto nos da otra pista: era una mujer culta, que viajaba con libros, algunos de ellos en griego (lengua que conocería, al igual que hoy una persona medianamente culta se maneja en inglés). Puede que hasta se le diera bien dibujar, pues en el original de sus cartas debió de incluir esbozos de los templos y edificios visitados, como otros viajeros ilustrados de épocas posteriores. Según ella misma confiesa (ut sum satis curiosa), la curiosidad le hace viajar con los ojos bien abiertos, quiere verlo todo, pide explicaciones de todo lo que ve, e insiste en que la lleven a ver otras cosas, si no quedan muy lejos. Pero no es una turista bobalicona, ni la ciega el fervor religioso. Al contrario, cuando narra a sus amigas lo que ha visto durante la jornada, pone de por medio un cierto talante crítico, por no decir irónico. Un ejemplo elocuente es cuando cuenta que el propio obispo de Segor les ha mostrado el lugar donde supuestamente se encontraba la mujer de Lot convertida en estatua de sal, lo mismo que su perrillo; maliciosamente apostilla a sus amigas: Pero creedme, (...) cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos». (Carlos Pascual, ibid.)
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«En los últimos años del siglo IV, cuando el imperio romano está a punto de derrumbarse, una mujer hispana de alta alcurnia se pone en camino para conocer y venerar los Santos Lugares, recién descubiertos por santa Helena. Atravesando la Vía Domitia llega a la capital de la pars orientis del Imperio, Constantinopla, continúa hasta Jerusalén, recorre parajes bíblicos, incluido el Sinaí y algunos lugares de Mesopotamia. Va narrando cuanto ve, con deliciosa frescura, en unas cartas dirigidas a las amigas que quedaron en la patria. Su relato, copiado por algún monje en el siglo XI, fue hallado en 1884 en una biblioteca italiana. Tras una investigación prolongada, se pudo poner nombre y rostro a esta matrona piadosa. Egeria, la primera viajera-escritora española de que tengamos noticia.» (Carlos Pascual, “Egeria, la Dama Peregrina”, Arbor CLXXX, 711-712 (Marzo-Abril 2005), 451-464 pp. Esta breve e incompleta obra inaugura así el género de las peregrinaciones a Tierra Santa: a lo largo de los siglos numerosos viajeros pondrán por escrito sus experiencias. Las narraciones de viajes, con las más variadas finalidades eran ya antiguas: el Periplo Massaliota del s. VI a.C, incluido en Ora Marítima de Avieno; la Descripción de Grecia de Pausanias (s. II), auténtica guía turística y monumental... Sabemos de otros casos contemporáneos a la dama Egeria, con idéntico objetivo religioso, a los que seguirán muchos más. Algunos serán fidedignos, aunque otros no tanto, como el relato de Juan de Mandeville, en el siglo XIV. Y con otros destinos también religiosos, como Santiago de Compostela (Guía del Peregrino, del siglo XII), o como La Meca (De la descripción del modo de visitar el templo de Meca, de Ibn-Fath Ibn-Abi-r-Rabía). En cuanto a la obra que nos ocupa, y a excepción de su posible origen hispánico, apenas sabemos nada. Posiblemente perteneciente a una poderosa y adinerada familia bien relacionada con autoridades de todo tipo, mantiene una jugosa (hasta cierto punto) correspondencia con sus amigas , redactada conscientemente en un latín llano y sencillo, que ha permitido a los expertos aproximarse a la lengua hablada de la época. «Lo que sí sabemos, por sus propias confesiones, es cómo era el carácter de Egeria. Piadosa, desde luego: lo primero que hace cuando llega a un lugar sagrado es leer el pasaje de la Biblia donde aparece ese lugar, y recogerse en oración. Esto nos da otra pista: era una mujer culta, que viajaba con libros, algunos de ellos en griego (lengua que conocería, al igual que hoy una persona medianamente culta se maneja en inglés). Puede que hasta se le diera bien dibujar, pues en el original de sus cartas debió de incluir esbozos de los templos y edificios visitados, como otros viajeros ilustrados de épocas posteriores. Según ella misma confiesa (ut sum satis curiosa), la curiosidad le hace viajar con los ojos bien abiertos, quiere verlo todo, pide explicaciones de todo lo que ve, e insiste en que la lleven a ver otras cosas, si no quedan muy lejos. Pero no es una turista bobalicona, ni la ciega el fervor religioso. Al contrario, cuando narra a sus amigas lo que ha visto durante la jornada, pone de por medio un cierto talante crítico, por no decir irónico. Un ejemplo elocuente es cuando cuenta que el propio obispo de Segor les ha mostrado el lugar donde supuestamente se encontraba la mujer de Lot convertida en estatua de sal, lo mismo que su perrillo; maliciosamente apostilla a sus amigas: Pero creedme, (...) cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos». (Carlos Pascual, ibid.)