Katia Robinson salió de la alcoba frotándose aún los ojos. Era una dormilona empedernida. Y lo reconocía. Katia era una joven que reconocía fácilmente sus defectos y sus cualidades. De ambos tenía en abundancia. Pensó, como pensaba tantas veces al tirarse de la cama cada mañana, que cuando se casara (si se casaba algún día), dormiría todas las mañanas hasta las dos de la tarde. Eso es. Al llegar aquí con sus pensamientos, sonreía. Suponiendo, naturalmente, que se casara bien. Su hermana estaba casada, era esposa de un abogado, y, no obstante, tenía que levantarse casi al amanecer para preparar el desayuno de su marido. Pero se amaban. Se amaban mucho. Con algo tenía que compensarse el madrugón.
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Katia Robinson salió de la alcoba frotándose aún los ojos. Era una dormilona empedernida. Y lo reconocía. Katia era una joven que reconocía fácilmente sus defectos y sus cualidades. De ambos tenía en abundancia. Pensó, como pensaba tantas veces al tirarse de la cama cada mañana, que cuando se casara (si se casaba algún día), dormiría todas las mañanas hasta las dos de la tarde. Eso es. Al llegar aquí con sus pensamientos, sonreía. Suponiendo, naturalmente, que se casara bien. Su hermana estaba casada, era esposa de un abogado, y, no obstante, tenía que levantarse casi al amanecer para preparar el desayuno de su marido. Pero se amaban. Se amaban mucho. Con algo tenía que compensarse el madrugón.