Lord Percival Ashcroft respiró con fuerza y pasó el pañuelo por su rostro. Lo retiró empapado de sudor. Un sudor frío y copioso que daba un brillo casi grasiento a su ancha faz rubicunda, saludable y risueña habitualmente. Ahora estaba demasiado pálida y contraída para reflejar la jovialidad cordial de siempre. Los canosos cabellos estaban despeinados, en desorden, pero eso no parecía preocuparle demasiado, cosa nada usual en una persona tan pulcra y correcta como ella.
Estaba asustado. Más aún: aterrado. Le temblaban las manos cuando estrujó el húmedo pañuelo y miró angustiosamente en torno suyo a la amplia habitación. Tantas y tantas cosas traídas de remotos lugares del mundo en sus incontables viajes, de las que siempre se sintiera orgulloso, casi le dieron ahora una sensación de agobio y de pavor. Las luces indirectas y tamizadas, realzaban de repente con tétricos perfiles las mascarillas funerarias, las carátulas guerreras africanas, las armas e instrumentos rituales de Oriente, los objetos de porcelana, jade, marfil o ámbar en las vitrinas, las cabezas reducidas de los jíbaros amazónicos o las estatuillas egipcias conseguidas clandestinamente a través de ladrones de tumbas o traficantes de obras de arte e historia de países ricos en arqueología.
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Lord Percival Ashcroft respiró con fuerza y pasó el pañuelo por su rostro. Lo retiró empapado de sudor. Un sudor frío y copioso que daba un brillo casi grasiento a su ancha faz rubicunda, saludable y risueña habitualmente. Ahora estaba demasiado pálida y contraída para reflejar la jovialidad cordial de siempre. Los canosos cabellos estaban despeinados, en desorden, pero eso no parecía preocuparle demasiado, cosa nada usual en una persona tan pulcra y correcta como ella.
Estaba asustado. Más aún: aterrado. Le temblaban las manos cuando estrujó el húmedo pañuelo y miró angustiosamente en torno suyo a la amplia habitación. Tantas y tantas cosas traídas de remotos lugares del mundo en sus incontables viajes, de las que siempre se sintiera orgulloso, casi le dieron ahora una sensación de agobio y de pavor. Las luces indirectas y tamizadas, realzaban de repente con tétricos perfiles las mascarillas funerarias, las carátulas guerreras africanas, las armas e instrumentos rituales de Oriente, los objetos de porcelana, jade, marfil o ámbar en las vitrinas, las cabezas reducidas de los jíbaros amazónicos o las estatuillas egipcias conseguidas clandestinamente a través de ladrones de tumbas o traficantes de obras de arte e historia de países ricos en arqueología.