Cuando uno se marcha al fin del mundo, siempre es por razones poderosas. Era el caso de Terry Nelson. La pequeña ciudad de Blenheim, capital del distrito de Marlborough, en la isla Sur de Nueva Zelanda, estaba, como todo el mundo que ha ido algún tiempo a la escuela debería saber, más o menos en el fin del mundo, visto con la óptica de un londinense. Naturalmente, para un habitante de Blenheim, su ciudad es el ombligo del mundo y Londres algo así como otro planeta. Diferencias de perspectiva. Blenheim era un pequeño paraíso. Apenas diez mil habitantes, un mar intensamente azul, una campiña intensamente verde, apenas automóviles, casi ninguna industria y absolutamente ninguna polución atmosférica. De la otra tampoco demasiada, los neozelandeses suelen ser gente de muy sanos principios.
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Cuando uno se marcha al fin del mundo, siempre es por razones poderosas. Era el caso de Terry Nelson. La pequeña ciudad de Blenheim, capital del distrito de Marlborough, en la isla Sur de Nueva Zelanda, estaba, como todo el mundo que ha ido algún tiempo a la escuela debería saber, más o menos en el fin del mundo, visto con la óptica de un londinense. Naturalmente, para un habitante de Blenheim, su ciudad es el ombligo del mundo y Londres algo así como otro planeta. Diferencias de perspectiva. Blenheim era un pequeño paraíso. Apenas diez mil habitantes, un mar intensamente azul, una campiña intensamente verde, apenas automóviles, casi ninguna industria y absolutamente ninguna polución atmosférica. De la otra tampoco demasiada, los neozelandeses suelen ser gente de muy sanos principios.