Para mí, todo empezó aquella madrugada. Cuando abandonaba el hotel Ambassador, en el Quai des Berges de Ginebra, para tomar uno de los trenes vía Berna, hacia Zúrich. Quizá había empezado mucho antes, sin yo saberlo. Pero creo que, volviendo la vista atrás, ese instante marca para mí el inicio de lo insólito que el destino me reservaba en las jornadas siguientes. Y por ello evoco ahora ese momento preciso, definido. La mañana todavía sin luz, salvo las brillantes del alumbrado callejero de la ciudad del lago Leman, en una atmósfera limpia, despejada, carente de contaminación.
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Para mí, todo empezó aquella madrugada. Cuando abandonaba el hotel Ambassador, en el Quai des Berges de Ginebra, para tomar uno de los trenes vía Berna, hacia Zúrich. Quizá había empezado mucho antes, sin yo saberlo. Pero creo que, volviendo la vista atrás, ese instante marca para mí el inicio de lo insólito que el destino me reservaba en las jornadas siguientes. Y por ello evoco ahora ese momento preciso, definido. La mañana todavía sin luz, salvo las brillantes del alumbrado callejero de la ciudad del lago Leman, en una atmósfera limpia, despejada, carente de contaminación.