Tunney se puso en pie. Era un hombre de unos treinta y dos años, no demasiado alto, muy ancho de hombros y con unas manos como palas. En alguna ocasión se le había visto doblar una herradura con las manos, pero el sargento no era hombre al que le gustaba alardear de fuerza física. En su rostro cuadrado, lucían unas cejas como cepillos y tenía la nariz ligeramente torcida, consecuencia de la pelea sostenida con un maleante que se las tuvo tiesas con él. El hampón tuvo la satisfacción de aplastar la nariz del policía, pero fue una satisfacción muy breve; después de tres meses de estancia en el hospital, curándose los huesos rotos, había ido a parar a la cárcel por nueve años. Cuando el sargento se dirigía a su despacho, se encontró con una persona conocida.
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Tunney se puso en pie. Era un hombre de unos treinta y dos años, no demasiado alto, muy ancho de hombros y con unas manos como palas. En alguna ocasión se le había visto doblar una herradura con las manos, pero el sargento no era hombre al que le gustaba alardear de fuerza física. En su rostro cuadrado, lucían unas cejas como cepillos y tenía la nariz ligeramente torcida, consecuencia de la pelea sostenida con un maleante que se las tuvo tiesas con él. El hampón tuvo la satisfacción de aplastar la nariz del policía, pero fue una satisfacción muy breve; después de tres meses de estancia en el hospital, curándose los huesos rotos, había ido a parar a la cárcel por nueve años. Cuando el sargento se dirigía a su despacho, se encontró con una persona conocida.