Creyó desfallecer cuando los megáfonos de la astronave ulularon por todas partes, pronunciando las dos sílabas de su nombre. —¡Kerrel! ¡Artillero Kerrel! ¡Dispóngase para ocupar su puesto en el Centro de Dirección de Tiro! Inspiró con fuerza y se puso en pie. El momento tan temido había llegado al fin. Largos, interminables años de preparación, de durísima preparación, culminaban en aquel instante en que cientos de vidas humanas, quizá millares —las de la XIV Flota Imperial—, quizá miles de millones —las de todos los habitantes de un Imperio—, iban a depender de su rapidez de reflejos, de su agilidad mental, de su capacidad de concentración y de su habilidad para realizar, en décimas de segundo, cálculos que no podían ni aun ser confiados a las máquinas computadoras y que debían ser ejecutados por el viejo e insubstituible cerebro humano. Ahora era el momento adecuado de demostrar que todas las enseñanzas recibidas durante cuatro lustros no habían caído en terreno baldío, sino que habían germinado esplendorosamente, convirtiéndolo en un Artillero Imperial. Había llegado la hora de probar que era el hombre más importante de la nave, más aún que el capitán, quien sólo tenía como misión conducirla a través de los espacios siderales, en tanto que él debía dictar las órbitas a seguir y, además, combatir contra el enemigo.
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Creyó desfallecer cuando los megáfonos de la astronave ulularon por todas partes, pronunciando las dos sílabas de su nombre. —¡Kerrel! ¡Artillero Kerrel! ¡Dispóngase para ocupar su puesto en el Centro de Dirección de Tiro! Inspiró con fuerza y se puso en pie. El momento tan temido había llegado al fin. Largos, interminables años de preparación, de durísima preparación, culminaban en aquel instante en que cientos de vidas humanas, quizá millares —las de la XIV Flota Imperial—, quizá miles de millones —las de todos los habitantes de un Imperio—, iban a depender de su rapidez de reflejos, de su agilidad mental, de su capacidad de concentración y de su habilidad para realizar, en décimas de segundo, cálculos que no podían ni aun ser confiados a las máquinas computadoras y que debían ser ejecutados por el viejo e insubstituible cerebro humano. Ahora era el momento adecuado de demostrar que todas las enseñanzas recibidas durante cuatro lustros no habían caído en terreno baldío, sino que habían germinado esplendorosamente, convirtiéndolo en un Artillero Imperial. Había llegado la hora de probar que era el hombre más importante de la nave, más aún que el capitán, quien sólo tenía como misión conducirla a través de los espacios siderales, en tanto que él debía dictar las órbitas a seguir y, además, combatir contra el enemigo.