Entró en la habitación del hotel y, apenas había dado unos pasos, se quedó paralizada, completamente inmóvil, como si se hubiese convertido en una estatua de piedra. Durante unos momentos, su semejanza con una estatua fue absoluta, puesto que ni siquiera se advertían en su esbelto pecho los naturales movimientos de la respiración. Luego, poco a poco, tomó aire, mientras en su mente bullían mil ideas contradictorias. Era una mujer joven, muy elegante, dotada de una gran hermosura y su nombre era Gwynneth, pero en aquellos instantes, sabía que se hallaba en un verdadero compromiso. «Podrían, incluso, acusarme de asesinato y enviarme a la horca», pensó.
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