La comitiva abandonó el dormitorio. Dos de los guardias encendieron sendas antorchas, con las que alumbraron el camino. Vivian, altiva y orgullosa, marchaba con paso seguro, sin volver la cabeza atrás ni una sola vez.
Minutos después estaban en uno de los subterráneos del edificio, en el que aguardaban dos hombres, con las cabezas cubiertas por sendos capuchones. Varias antorchas alumbraban tétricamente el siniestro lugar.
En uno de los muros había un hueco de poco más de dos metros de altura, por uno de ancho y otro tanto de profundidad. Encastrada en la pared del hueco veíase una recia anilla.
Uno de los ejecutores le indicó el hueco. La condesa penetró y se puso de espaldas a la pared. Una delgada, aunque sólida cadena, rodeó su esbelto talle varias veces. Luego fue asegurada a la anilla.
Había piedras, argamasa y herramientas. Los verdugos se dispusieron a la tarea.
Los verdugos actuaron rápida y prestamente. Una hora más tarde, la pared del subterráneo había recobrado su aspecto habitual.
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La comitiva abandonó el dormitorio. Dos de los guardias encendieron sendas antorchas, con las que alumbraron el camino. Vivian, altiva y orgullosa, marchaba con paso seguro, sin volver la cabeza atrás ni una sola vez.
Minutos después estaban en uno de los subterráneos del edificio, en el que aguardaban dos hombres, con las cabezas cubiertas por sendos capuchones. Varias antorchas alumbraban tétricamente el siniestro lugar.
En uno de los muros había un hueco de poco más de dos metros de altura, por uno de ancho y otro tanto de profundidad. Encastrada en la pared del hueco veíase una recia anilla.
Uno de los ejecutores le indicó el hueco. La condesa penetró y se puso de espaldas a la pared. Una delgada, aunque sólida cadena, rodeó su esbelto talle varias veces. Luego fue asegurada a la anilla.
Había piedras, argamasa y herramientas. Los verdugos se dispusieron a la tarea.
Los verdugos actuaron rápida y prestamente. Una hora más tarde, la pared del subterráneo había recobrado su aspecto habitual.