Gerard Duprez levantó la cabeza, sorprendido, hacia la persona que acababa de entrar en lo que él denominaba su «santuario». Frunció el ceño, disgustado, contemplando el rostro de su visitante. —¿Quién te ha permitido entrar hasta aquí? —preguntó con ostensible aspereza en su tono de voz. —La puerta del corredor estaba abierta, Gerard —fue la suave respuesta del recién llegado, cuyos ojos, resbalando por encima del hombro del dueño de la casa, se clavaron con una mezcla de estupor y admiración en el objeto colgado del muro, visible ahora a la luz especial que alumbraba aquella zona de la pared del fondo—. Cielos, ¿qué es eso? —Creo que lo estás viendo: un rostro de Cristo —declaró con acritud Duprez.
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Gerard Duprez levantó la cabeza, sorprendido, hacia la persona que acababa de entrar en lo que él denominaba su «santuario». Frunció el ceño, disgustado, contemplando el rostro de su visitante. —¿Quién te ha permitido entrar hasta aquí? —preguntó con ostensible aspereza en su tono de voz. —La puerta del corredor estaba abierta, Gerard —fue la suave respuesta del recién llegado, cuyos ojos, resbalando por encima del hombro del dueño de la casa, se clavaron con una mezcla de estupor y admiración en el objeto colgado del muro, visible ahora a la luz especial que alumbraba aquella zona de la pared del fondo—. Cielos, ¿qué es eso? —Creo que lo estás viendo: un rostro de Cristo —declaró con acritud Duprez.