Desde la ventana de su habitación del hotel, Bel Bassiter contemplaba el movimiento de la abigarrada muchedumbre que pululaba por la plaza principal de Morh Bhatum, capital de la recién nacida República de Tamkaya. Casi le parecía haber llegado a Morh Bhatum por arte de magia. Una orden de su jefe había obrado el milagro, arrancándole de la supercivilizada Nueva York para proyectarle a aquella ciudad en donde, pese a los edificios de corte moderno, se advertía claramente la existencia de una civilización indígena todavía en sus balbuceos.
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Desde la ventana de su habitación del hotel, Bel Bassiter contemplaba el movimiento de la abigarrada muchedumbre que pululaba por la plaza principal de Morh Bhatum, capital de la recién nacida República de Tamkaya. Casi le parecía haber llegado a Morh Bhatum por arte de magia. Una orden de su jefe había obrado el milagro, arrancándole de la supercivilizada Nueva York para proyectarle a aquella ciudad en donde, pese a los edificios de corte moderno, se advertía claramente la existencia de una civilización indígena todavía en sus balbuceos.