Pedaleando vigorosamente en su vieja pero confiable bicicleta, la voluminosa señora Branthill regresaba a su casa. La noche había cerrado hacía ya un par de horas. Durante el día había llovido intensamente, pero al atardecer, el cielo se había despejado y la temperatura había aumentado un tanto. Pese a todo, la carretera estaba aún brillante y húmeda por la lluvia. El trabajo de la señora Branthill consistía, desde hacía un cuarto de siglo, en ayudar a aumentar el censo de ciudadanos del Reino Unido. La señora Branthill se sentía un tanto enojada, dado que la llamada que había motivado su salida se debía a una falsa alarma. Los esposos Haggett, él mucho más que ella, naturalmente, eran muy aprensivos. Se comprendía, dado que era la primera vez que ambos se encontraban en un trance similar. La señora Branthill se dijo que era preciso disculparlos en atención a las circunstancias. Su experiencia de un cuarto de siglo en tales menesteres le había hecho saber que el bebé de los Haggett no empezaría a alborotar este pícaro mundo antes de una semana. La señora Haggett tenía fama de comilona, de modo que no era extraño que estuviese padeciendo los efectos de una digestión particularmente laboriosa. Éstos y no otros habían sido los motivos de la alarma.
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Pedaleando vigorosamente en su vieja pero confiable bicicleta, la voluminosa señora Branthill regresaba a su casa. La noche había cerrado hacía ya un par de horas. Durante el día había llovido intensamente, pero al atardecer, el cielo se había despejado y la temperatura había aumentado un tanto. Pese a todo, la carretera estaba aún brillante y húmeda por la lluvia. El trabajo de la señora Branthill consistía, desde hacía un cuarto de siglo, en ayudar a aumentar el censo de ciudadanos del Reino Unido. La señora Branthill se sentía un tanto enojada, dado que la llamada que había motivado su salida se debía a una falsa alarma. Los esposos Haggett, él mucho más que ella, naturalmente, eran muy aprensivos. Se comprendía, dado que era la primera vez que ambos se encontraban en un trance similar. La señora Branthill se dijo que era preciso disculparlos en atención a las circunstancias. Su experiencia de un cuarto de siglo en tales menesteres le había hecho saber que el bebé de los Haggett no empezaría a alborotar este pícaro mundo antes de una semana. La señora Haggett tenía fama de comilona, de modo que no era extraño que estuviese padeciendo los efectos de una digestión particularmente laboriosa. Éstos y no otros habían sido los motivos de la alarma.