El motín se mascaba en el ambiente. Hacía calor, un calor húmedo, denso, pegajoso, que hacía transpirar con el sencillo movimiento de la respiración. No corría una brizna de aire y en el cielo, las nubes, densas, plomizas, se aborregaban en grandes montones de vaporosa lana gris. Había tensión en el ambiente y había tensión en los ánimos. De pie, tras los vidrios de la ventana de su despacho, Irving Liddell, director de la penitenciaría del Estado, contemplaba reflexivamente la masa de reclusos que atestaban el gran patio central.
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El motín se mascaba en el ambiente. Hacía calor, un calor húmedo, denso, pegajoso, que hacía transpirar con el sencillo movimiento de la respiración. No corría una brizna de aire y en el cielo, las nubes, densas, plomizas, se aborregaban en grandes montones de vaporosa lana gris. Había tensión en el ambiente y había tensión en los ánimos. De pie, tras los vidrios de la ventana de su despacho, Irving Liddell, director de la penitenciaría del Estado, contemplaba reflexivamente la masa de reclusos que atestaban el gran patio central.