Nancy Byngton, de trece años, contemplaba la horrible escena desde lejos. Unas vecinas compasivas habían intentado retenerla en su casa, pero ella había conseguido escaparse. Llena de horror, vio cómo ataban a su madre y amontonaban leña a sus pies.
El poste del suplicio era un gran árbol, de tronco recto y alto de más de veinticinco metros, situado en la cumbre de una pequeña colina que dominaba la pequeña población. Junto con la leña, había mezcladas grandes cantidades de paja y ramillas secas.
Los ejecutores se acercaron al montón de leña empuñando sendas antorchas encendidas. Entonces, Edwina viendo llegada su última hora, lanzó un gran grito:
—¡Pueblo de Kittsburgh, yo te maldigo por tu cobardía colectiva y por el crimen que cometéis conmigo! ¡Un día, este pueblo maldito arderá hasta los cimientos y en sus llamas perecerán todos los que me han condenado y sus descendientes…!
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Nancy Byngton, de trece años, contemplaba la horrible escena desde lejos. Unas vecinas compasivas habían intentado retenerla en su casa, pero ella había conseguido escaparse. Llena de horror, vio cómo ataban a su madre y amontonaban leña a sus pies.
El poste del suplicio era un gran árbol, de tronco recto y alto de más de veinticinco metros, situado en la cumbre de una pequeña colina que dominaba la pequeña población. Junto con la leña, había mezcladas grandes cantidades de paja y ramillas secas.
Los ejecutores se acercaron al montón de leña empuñando sendas antorchas encendidas. Entonces, Edwina viendo llegada su última hora, lanzó un gran grito:
—¡Pueblo de Kittsburgh, yo te maldigo por tu cobardía colectiva y por el crimen que cometéis conmigo! ¡Un día, este pueblo maldito arderá hasta los cimientos y en sus llamas perecerán todos los que me han condenado y sus descendientes…!