La habitación era un sótano, deficientemente ventila, de tal vez, pero con una brillante iluminación que provenía de un par de potentes lámparas que pendían del techo, más algunas otras situadas en lugares estratégicos. Había dos hombres. Uno de ellos todavía joven, iba en mangas de chaleco y llevaba una visera de celuloide verde sobre la frente. El otro era de buena planta y vestía con sobria elegancia. Sin embargo, cubría sus ojos con unas grandes gafas oscuras. —¿Y dice usted qué…? —habló el Gafas. —En efecto, señor…
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La habitación era un sótano, deficientemente ventila, de tal vez, pero con una brillante iluminación que provenía de un par de potentes lámparas que pendían del techo, más algunas otras situadas en lugares estratégicos. Había dos hombres. Uno de ellos todavía joven, iba en mangas de chaleco y llevaba una visera de celuloide verde sobre la frente. El otro era de buena planta y vestía con sobria elegancia. Sin embargo, cubría sus ojos con unas grandes gafas oscuras. —¿Y dice usted qué…? —habló el Gafas. —En efecto, señor…