La mujer miraba aterrorizada la boca del cañón de la pistola que estaba situada a dos pasos escasos da ella. Su rostro estaba tan blanco Como el yeso de la pared en que se apoyaba y sus ojos parecían querer ir a saltársele de las órbitas. —Por favor… —susurró, haciendo un tremendo esfuerzo para hablar—. No…, no me mate.El asesino meneó lentamente la cabeza.—Lo siento, señora Rivers. Me pagan para ello, precisamente —contestó con voz impersonal, como si fuera un vulgar empleado atendiendo al público en la ventanilla de su oficina.
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La mujer miraba aterrorizada la boca del cañón de la pistola que estaba situada a dos pasos escasos da ella. Su rostro estaba tan blanco Como el yeso de la pared en que se apoyaba y sus ojos parecían querer ir a saltársele de las órbitas. —Por favor… —susurró, haciendo un tremendo esfuerzo para hablar—. No…, no me mate.El asesino meneó lentamente la cabeza.—Lo siento, señora Rivers. Me pagan para ello, precisamente —contestó con voz impersonal, como si fuera un vulgar empleado atendiendo al público en la ventanilla de su oficina.