Cuando Jim Markham llegó a Ballyport, pensó que había sido víctima de una de dos circunstancias: una tomadura de pelo o la exageración de algún fanático enamorado de aquellos parajes, como debía de serlo el recomendante, buen amigo suyo. No cabía la burla al aconsejarle que pasara sus vacaciones en Ballyport, por lo que era preciso pensar que su amigo estaba chiflado por aquella aldea de pescadores y el panorama circundante. Ballyport estaba en el fondo de una especie de medio cráter de gran amplitud, parte del cual se adentraba en el mar, formando como una bahía semicircular, con sus extremos bastante accidentados. La costa no tenía grandes accidentes, que permitiesen considerarla como un lugar digno de continua admiración: había trozos muy bajos, prácticamente playas guijarrosas, y algunos escarpados de no demasiada altura, aunque tampoco debía de resultar agradable ser sorprendido en el mar por una tormenta, en un esquife y en las proximidades de alguno de aquellos acantilados.
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Cuando Jim Markham llegó a Ballyport, pensó que había sido víctima de una de dos circunstancias: una tomadura de pelo o la exageración de algún fanático enamorado de aquellos parajes, como debía de serlo el recomendante, buen amigo suyo. No cabía la burla al aconsejarle que pasara sus vacaciones en Ballyport, por lo que era preciso pensar que su amigo estaba chiflado por aquella aldea de pescadores y el panorama circundante. Ballyport estaba en el fondo de una especie de medio cráter de gran amplitud, parte del cual se adentraba en el mar, formando como una bahía semicircular, con sus extremos bastante accidentados. La costa no tenía grandes accidentes, que permitiesen considerarla como un lugar digno de continua admiración: había trozos muy bajos, prácticamente playas guijarrosas, y algunos escarpados de no demasiada altura, aunque tampoco debía de resultar agradable ser sorprendido en el mar por una tormenta, en un esquife y en las proximidades de alguno de aquellos acantilados.