Abrió la puerta de su casa y se dispuso a dar un par de zapatetas de júbilo. Roy Thomas Asher tenía buenos motivos para sentirse alegre. Había hecho un buen negocio y las perspectivas de un ascenso, que conduciría inevitablemente a un alto cargo en calidad de directivo de la firma para la cual trabajaba, eran sencillamente inmejorables.
Claro que la hija del supremo patrón tenía buena parte en su éxito. Asher sabía que no le resultaba indiferente a la hermosa Millicent Crawford, todavía soltera y sumamente codiciada por toda clase de hombres. Asher abrigaba la esperanza de ser el triunfador en aquella especie de torneo entablado por conseguir la mano —y todo lo demás, que era sumamente atractivo—, de la deslumbrante Millicent. Y ello sin contar con la fortuna de papaíto, extremo éste en modo alguno desdeñable.
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Abrió la puerta de su casa y se dispuso a dar un par de zapatetas de júbilo. Roy Thomas Asher tenía buenos motivos para sentirse alegre. Había hecho un buen negocio y las perspectivas de un ascenso, que conduciría inevitablemente a un alto cargo en calidad de directivo de la firma para la cual trabajaba, eran sencillamente inmejorables.
Claro que la hija del supremo patrón tenía buena parte en su éxito. Asher sabía que no le resultaba indiferente a la hermosa Millicent Crawford, todavía soltera y sumamente codiciada por toda clase de hombres. Asher abrigaba la esperanza de ser el triunfador en aquella especie de torneo entablado por conseguir la mano —y todo lo demás, que era sumamente atractivo—, de la deslumbrante Millicent. Y ello sin contar con la fortuna de papaíto, extremo éste en modo alguno desdeñable.