El teniente McGregor, de la R.A.F., canadiense, se pasó el dorso de la mano izquierda por la frente para limpiarse la sangre que le dificultaba la visión, miró al altímetro y el indicador de carburante, apretó los labios, y mascullo una sorda maldición.
La cosa iba poniéndose peor por instantes, y ya no cabía esperanza de regresar a la base, o al menos caer en el mar, donde podrían ser recogidos por cualquier navío de guerra propio.
Definitivamente la suerte les había vuelto la espalda…
Miró con rabiosa tristeza a su derecha, al hombre doblado grotescamente sobre sí mismo y sujeto al asiento por el cinturón de seguridad. Aquél era Philip Laverne, su amigo piloto comandante del avión. Capitán Philip Laverne, de la R.A.F., canadiense, D.S.O., cincuenta y seis misiones cumplidas con éxito, nueve aviones enemigos derribados, veterano de las fuerzas de bombardeo, siempre alegre y seguro de sí mismo…
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El teniente McGregor, de la R.A.F., canadiense, se pasó el dorso de la mano izquierda por la frente para limpiarse la sangre que le dificultaba la visión, miró al altímetro y el indicador de carburante, apretó los labios, y mascullo una sorda maldición.
La cosa iba poniéndose peor por instantes, y ya no cabía esperanza de regresar a la base, o al menos caer en el mar, donde podrían ser recogidos por cualquier navío de guerra propio.
Definitivamente la suerte les había vuelto la espalda…
Miró con rabiosa tristeza a su derecha, al hombre doblado grotescamente sobre sí mismo y sujeto al asiento por el cinturón de seguridad. Aquél era Philip Laverne, su amigo piloto comandante del avión. Capitán Philip Laverne, de la R.A.F., canadiense, D.S.O., cincuenta y seis misiones cumplidas con éxito, nueve aviones enemigos derribados, veterano de las fuerzas de bombardeo, siempre alegre y seguro de sí mismo…