La plaza de San Marcos estaba casi desierta. La tarde era fría y una llovizna helada caía sobre Venecia desde hacía varias horas. Pierre Lenoire bajó del transbordador y se dirigió, presuroso, a uno de los bares que estaban al otro extremo de la plaza. Vestía una gabardina gris y un sombrero de ala ladeado sobre sus ojos. Recorrió con la vista el espacioso salón del bar y se situó en una de las mesas más apartadas. Pidió una grappa al camarero y se dedicó a saborearla mientras tenía los ojos clavados en la puerta.
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La plaza de San Marcos estaba casi desierta. La tarde era fría y una llovizna helada caía sobre Venecia desde hacía varias horas. Pierre Lenoire bajó del transbordador y se dirigió, presuroso, a uno de los bares que estaban al otro extremo de la plaza. Vestía una gabardina gris y un sombrero de ala ladeado sobre sus ojos. Recorrió con la vista el espacioso salón del bar y se situó en una de las mesas más apartadas. Pidió una grappa al camarero y se dedicó a saborearla mientras tenía los ojos clavados en la puerta.