Ninguno de ellos observó que Amos Warren, encogido en el suelo en dramática postura, abría súbitamente sus ojos.
Ojos redondos, relucientes. Ojos vidriosos.
Ojos inyectados en sangre. Ojos enrojecidos. Ojos de terror y de angustia.
Ojos de muerte para alguien…
Se fijaron en Webster, inclinado ya sobre él, pasándole los brazos bajo sus axilas, para cargar más fácil y cuidadosamente con él.
Luego, la mano ensangrentada de Warren fue al cuchillo manchado de escarlata, que yacía junto a él. Cerró sus dedos sucios de sangre en torno a la empuñadura. Su mirada era alucinada, centelleante y desorbitada. La mirada de un loco. Un loco peligroso. Un homicida anormal. Lo que nunca había sido hasta entonces el desdichado Warren.
Alzar el arma y sepultarla en la nuca de Webster fue todo uno. Cosa de décimas de segundo. El alarido de éste se ahogó en un tumulto de sangre, brotando violentamente por su boca crispada. Contempló con ojos de pavor y de asombro inmenso a quien fuera hasta entonces su inofensivo paciente y hasta amigo. Vio una faz convulsa, deformada por algo que podía ser odio. O terror. Terror de sí mismo, de aquella sangre que estaba derramando brutalmente. O terror a algo desconocido, que Webster jamás podría localizar ya, puesto que estaba en la agonía. Una rápida y terrible agonía…
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Ninguno de ellos observó que Amos Warren, encogido en el suelo en dramática postura, abría súbitamente sus ojos.
Ojos redondos, relucientes. Ojos vidriosos.
Ojos inyectados en sangre. Ojos enrojecidos. Ojos de terror y de angustia.
Ojos de muerte para alguien…
Se fijaron en Webster, inclinado ya sobre él, pasándole los brazos bajo sus axilas, para cargar más fácil y cuidadosamente con él.
Luego, la mano ensangrentada de Warren fue al cuchillo manchado de escarlata, que yacía junto a él. Cerró sus dedos sucios de sangre en torno a la empuñadura. Su mirada era alucinada, centelleante y desorbitada. La mirada de un loco. Un loco peligroso. Un homicida anormal. Lo que nunca había sido hasta entonces el desdichado Warren.
Alzar el arma y sepultarla en la nuca de Webster fue todo uno. Cosa de décimas de segundo. El alarido de éste se ahogó en un tumulto de sangre, brotando violentamente por su boca crispada. Contempló con ojos de pavor y de asombro inmenso a quien fuera hasta entonces su inofensivo paciente y hasta amigo. Vio una faz convulsa, deformada por algo que podía ser odio. O terror. Terror de sí mismo, de aquella sangre que estaba derramando brutalmente. O terror a algo desconocido, que Webster jamás podría localizar ya, puesto que estaba en la agonía. Una rápida y terrible agonía…