Y sin embargo, aquel monstruo tenía algo de patético, de tremendamente humano, de desgarradoramente cruel e indigno.
Porque ni siquiera era un monstruo. No podía serlo, en circunstancias normales. Imaginé un rostro dulce, sereno, unos largos y suaves cabellos dorados, unos grandes e ingenuos ojos azules.
Pero todo aquello, ahora, causaba auténtico horror. Porque algo desfiguraba atrozmente la figura de mujer, envuelta en jirones de ropa, semidesnuda, con la boca babeante, los ojos desorbitados, los cabellos empapados y revueltos, las mejillas llenas de purulencias y los carnosos labios rebosando costras y grietas sangrantes. Por sus dientes corría un espeso líquido verdoso que goteaba luego por sus labios y mentón, ensuciando sus ropas y su cuerpo.
Las manos engarfiadas que dirigió hacia mí…
Las manos eran horripilantes. Crispadas, malignas, cubiertas totalmente de arrugas y de llagas, de sangre y deformidades. Su juventud, su posible belleza ingenua y adolescente, constituían ahora un horror de deformidades y de fealdad repugnante.
Además, de su cuerpo, cuando se abatió sobre mí con insólita, terrorífica fuerza, brotaba un olor nauseabundo, una vaharada insoportable, que me hizo sentir enfermo.
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Y sin embargo, aquel monstruo tenía algo de patético, de tremendamente humano, de desgarradoramente cruel e indigno.
Porque ni siquiera era un monstruo. No podía serlo, en circunstancias normales. Imaginé un rostro dulce, sereno, unos largos y suaves cabellos dorados, unos grandes e ingenuos ojos azules.
Pero todo aquello, ahora, causaba auténtico horror. Porque algo desfiguraba atrozmente la figura de mujer, envuelta en jirones de ropa, semidesnuda, con la boca babeante, los ojos desorbitados, los cabellos empapados y revueltos, las mejillas llenas de purulencias y los carnosos labios rebosando costras y grietas sangrantes. Por sus dientes corría un espeso líquido verdoso que goteaba luego por sus labios y mentón, ensuciando sus ropas y su cuerpo.
Las manos engarfiadas que dirigió hacia mí…
Las manos eran horripilantes. Crispadas, malignas, cubiertas totalmente de arrugas y de llagas, de sangre y deformidades. Su juventud, su posible belleza ingenua y adolescente, constituían ahora un horror de deformidades y de fealdad repugnante.
Además, de su cuerpo, cuando se abatió sobre mí con insólita, terrorífica fuerza, brotaba un olor nauseabundo, una vaharada insoportable, que me hizo sentir enfermo.