El alarido coincidió con el descenso de la hoja de acero, frío y centelleante, sobre la garganta rosada, salpicada de pecas, e incluso con un lunar muy nítido, justo en su centro, cerca de la nuez.
Todo eso se quedó inmediatamente bañado en un rojo violento. Brotó, gorgoteante, el tumulto escarlata.
El grito se convirtió en una especie de espeluznante berrido inhumano, a medida que el acero hendía la garganta.
El cuchillo largo, afilado, goteante de rojo, se apartó de su garganta con un chasquido casi feroz. Se despegó dificultosamente de la carne, a la que se adhería como un imán.
Unas manos enguantadas de negro, firmes y sin vacilaciones, empuñaban su mango. Fríos ojos mortíferos se clavaban insensibles, en la figura de mujer que se desmoronaba, ante ellos, en medio del caos sangriento en que se había convertido el angosto callejón sin salida, más allá del arco de piedra y de la luz vacilante de la farola de gas.
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El alarido coincidió con el descenso de la hoja de acero, frío y centelleante, sobre la garganta rosada, salpicada de pecas, e incluso con un lunar muy nítido, justo en su centro, cerca de la nuez.
Todo eso se quedó inmediatamente bañado en un rojo violento. Brotó, gorgoteante, el tumulto escarlata.
El grito se convirtió en una especie de espeluznante berrido inhumano, a medida que el acero hendía la garganta.
El cuchillo largo, afilado, goteante de rojo, se apartó de su garganta con un chasquido casi feroz. Se despegó dificultosamente de la carne, a la que se adhería como un imán.
Unas manos enguantadas de negro, firmes y sin vacilaciones, empuñaban su mango. Fríos ojos mortíferos se clavaban insensibles, en la figura de mujer que se desmoronaba, ante ellos, en medio del caos sangriento en que se había convertido el angosto callejón sin salida, más allá del arco de piedra y de la luz vacilante de la farola de gas.