Fue como si súbitamente se desgarrase el silencio apacible con un trallazo de violencia inesperada. Y, sin embargo, sólo era eso: el timbrazo del teléfono, al fondo del gabinete.
Lester McCoy alzó la cabeza del plato, sobresaltado. Miró a su mujer con fijeza. Ella también le miraba.
—¿Esperas alguna llamada este fin de semana? —quiso saber él.
—No, ninguna —negó ella vivamente—. Absolutamente ninguna. ¿Y tú?
—Tampoco. Este teléfono no lo tiene nadie. No puede ser para mí.
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Sonó el timbre del teléfono.
Fue como si súbitamente se desgarrase el silencio apacible con un trallazo de violencia inesperada. Y, sin embargo, sólo era eso: el timbrazo del teléfono, al fondo del gabinete.
Lester McCoy alzó la cabeza del plato, sobresaltado. Miró a su mujer con fijeza. Ella también le miraba.
—¿Esperas alguna llamada este fin de semana? —quiso saber él.
—No, ninguna —negó ella vivamente—. Absolutamente ninguna. ¿Y tú?
—Tampoco. Este teléfono no lo tiene nadie. No puede ser para mí.