Las tragaperras, el bingo, los casinos, son para muchos una mera escapatoria de la monotonía cotidiana; un vicio tolerado y respetable, lo más parecido a ir al burdel en familia. El verdadero jugador es otra cosa. El juego es para él crudamente erótico, pero también místico. Jugando, se sitúa más allá de la razón y de la moral, en el verdadero principio rector del universo: el absurdo. Como decía Dostoievski, «Sólo en el juego nada depende de nada». Si Dios juega a los dados, el jugador puede contestarle: «Yo también». Llegando a los cuarenta, esa edad en la que «todo está permitido porque también, de alguna manera, todo está perdido», el narrador, un desengañado periodista, se deja fascinar por el juego, sin por ello perder la lucidez. Las sesiones con una psicoanalista, un viaje a Baden-Baden, una noche con una jovencita llena de desparpajo y la seducción de una señora que conoce los barrotes de su jaula, le harán comprender algunas cosas.
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Las tragaperras, el bingo, los casinos, son para muchos una mera escapatoria de la monotonía cotidiana; un vicio tolerado y respetable, lo más parecido a ir al burdel en familia. El verdadero jugador es otra cosa. El juego es para él crudamente erótico, pero también místico. Jugando, se sitúa más allá de la razón y de la moral, en el verdadero principio rector del universo: el absurdo. Como decía Dostoievski, «Sólo en el juego nada depende de nada». Si Dios juega a los dados, el jugador puede contestarle: «Yo también». Llegando a los cuarenta, esa edad en la que «todo está permitido porque también, de alguna manera, todo está perdido», el narrador, un desengañado periodista, se deja fascinar por el juego, sin por ello perder la lucidez. Las sesiones con una psicoanalista, un viaje a Baden-Baden, una noche con una jovencita llena de desparpajo y la seducción de una señora que conoce los barrotes de su jaula, le harán comprender algunas cosas.