Howard Wingate se paró en seco, como si le hubieran soltado de repente un bofetón. Giró su cabeza leonina, de blanca melena, frondosas patillas y rostro enrojecido, casi apopléjico, clavando sus ojos pequeños, redondos y fríos en el hombre que había hablado. Daba la impresión de estar mirando a un pigmeo desde una altura inaccesible. Y, sin embargo, el que había hablado era nada menos que Ralph Andersen, de la Andersen & Andersen Asociated Bank, un poderoso financiero del Este trasplantado al lejano Oeste para ampliar su fortuna y la de su Banca, a través de la financiación de grandes sectores industriales y comerciales de las recién colonizadas y ya casi civilizadas tierras al oeste de las Rocosas.
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Howard Wingate se paró en seco, como si le hubieran soltado de repente un bofetón. Giró su cabeza leonina, de blanca melena, frondosas patillas y rostro enrojecido, casi apopléjico, clavando sus ojos pequeños, redondos y fríos en el hombre que había hablado. Daba la impresión de estar mirando a un pigmeo desde una altura inaccesible. Y, sin embargo, el que había hablado era nada menos que Ralph Andersen, de la Andersen & Andersen Asociated Bank, un poderoso financiero del Este trasplantado al lejano Oeste para ampliar su fortuna y la de su Banca, a través de la financiación de grandes sectores industriales y comerciales de las recién colonizadas y ya casi civilizadas tierras al oeste de las Rocosas.