Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares y valido del rey don Felipe IV, contempló ceñudo a su visitante paseando inquieto por entre los oscuros, sobrios cortinajes de la austera sala de recepciones en el real Alcázar de Madrid.
Un ambiente tenso, un silencio casi agobiante, presidía la reunión de aquellos personajes en la fría noche madrileña allá en el exterior de los sólidos muros de piedra del palacio. Era evidente que ninguno de los dos que asistían a aquella cita se sentía particularmente feliz ni tan siquiera cómodo.
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Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares y valido del rey don Felipe IV, contempló ceñudo a su visitante paseando inquieto por entre los oscuros, sobrios cortinajes de la austera sala de recepciones en el real Alcázar de Madrid.
Un ambiente tenso, un silencio casi agobiante, presidía la reunión de aquellos personajes en la fría noche madrileña allá en el exterior de los sólidos muros de piedra del palacio. Era evidente que ninguno de los dos que asistían a aquella cita se sentía particularmente feliz ni tan siquiera cómodo.