«Estaba convencida de que la desintegración del país, la guerra, la represión del recuerdo…, la esquizofrénica situación general y, además, el exilio, eran la causa de las dificultades emocionales e idiomáticas de mis estudiantes. Todos estábamos sumidos en el caos. Ya no estábamos seguros de qué éramos ni qué queríamos ser», reflexiona al inicio del curso Tanja Lucić, profesora croata exiliada de la antigua Yugoslavia al comienzo de la guerra que fragmentaría este país en varios estados. La mayoría de sus alumnos de lengua y literatura serbocroata en la Universidad de Amsterdam también se vieron obligados a exiliarse (algunos para evitar ser movilizados; otros huyendo de una muerte casi segura). Todos comparten el amargo recuerdo de un país ahora inexistente, la dramática vivencia de una guerra y la desorientación vital del desarraigo. Lucić concluye que «la tierra de la que procedíamos era nuestro trauma común», y decide entonces obviar el programa docente y emprender una suerte de terapia de grupo para intentar superar el duro golpe emocional causado por la imposibilidad del retorno a casa y de la pérdida de la identidad. Intenta preservar una herencia cultural común que en su fragmentado ex país ahora repudian; quiere, en definitiva, reconciliarse con el pasado para poder así librarse de él, cicatrizar las heridas e iniciar una nueva vida. El ejercicio de nostalgia colectiva pasará a ser un duro y catártico proceso de reconstrucción vital del que Lucić no saldrá ilesa emocionalmente.
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«Estaba convencida de que la desintegración del país, la guerra, la represión del recuerdo…, la esquizofrénica situación general y, además, el exilio, eran la causa de las dificultades emocionales e idiomáticas de mis estudiantes. Todos estábamos sumidos en el caos. Ya no estábamos seguros de qué éramos ni qué queríamos ser», reflexiona al inicio del curso Tanja Lucić, profesora croata exiliada de la antigua Yugoslavia al comienzo de la guerra que fragmentaría este país en varios estados. La mayoría de sus alumnos de lengua y literatura serbocroata en la Universidad de Amsterdam también se vieron obligados a exiliarse (algunos para evitar ser movilizados; otros huyendo de una muerte casi segura). Todos comparten el amargo recuerdo de un país ahora inexistente, la dramática vivencia de una guerra y la desorientación vital del desarraigo. Lucić concluye que «la tierra de la que procedíamos era nuestro trauma común», y decide entonces obviar el programa docente y emprender una suerte de terapia de grupo para intentar superar el duro golpe emocional causado por la imposibilidad del retorno a casa y de la pérdida de la identidad. Intenta preservar una herencia cultural común que en su fragmentado ex país ahora repudian; quiere, en definitiva, reconciliarse con el pasado para poder así librarse de él, cicatrizar las heridas e iniciar una nueva vida. El ejercicio de nostalgia colectiva pasará a ser un duro y catártico proceso de reconstrucción vital del que Lucić no saldrá ilesa emocionalmente.