Clay Adamson era distinto. Y se notaba. Había vendido un montón de sus cosas, como una armónica, el impermeable, una pitillera de plata... al objeto de reunir dinero para un traje nuevo. Y allí estaba, con su traje nuevo, blanco, impecable; con su camisa de un azul muy claro, bonito, de cuello cerrado, que hacía juego con sus ojos también azules, y contrastaba con su cabello negro, crespo, corto y brillante. Buen «champú», buena brillantina, media hora ante el espejo, y Clay Adamson iba a cualquier sitio.
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Clay Adamson era distinto. Y se notaba. Había vendido un montón de sus cosas, como una armónica, el impermeable, una pitillera de plata... al objeto de reunir dinero para un traje nuevo. Y allí estaba, con su traje nuevo, blanco, impecable; con su camisa de un azul muy claro, bonito, de cuello cerrado, que hacía juego con sus ojos también azules, y contrastaba con su cabello negro, crespo, corto y brillante. Buen «champú», buena brillantina, media hora ante el espejo, y Clay Adamson iba a cualquier sitio.