ABRÍ los ojos con un esfuerzo y miré el reloj: las nueve. El sol entraba a raudales por el ventanal. No sentía el menor deseo de tirarme de la cama, grité malhumorado:
—¡Fíjese dónde llama, estúpido, y déjeme en paz!
Estaba seguro de que sufría una grave equivocación el sujeto que en aquel instante oprimía el botón del timbre con entusiasmo digno de mejor causa.
Era domingo, no tenía servicio hasta el miércoles, y ninguno de mis amigos o conocidos cometería la insensatez de llamarme a tales horas.
Pero el timbre continuó sonando con la misma insistencia y fue inútil que me tapase la cabeza con las mantas. El agudo repiqueteo parecía metérseme en los sesos, y no había forma humana de conciliar de nuevo el sueño. Sólo quedaba una solución: abrir la puerta y tirar por la escalera al tipo que se atrevía a interrumpir mi descanso.
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ABRÍ los ojos con un esfuerzo y miré el reloj: las nueve. El sol entraba a raudales por el ventanal. No sentía el menor deseo de tirarme de la cama, grité malhumorado:
—¡Fíjese dónde llama, estúpido, y déjeme en paz!
Estaba seguro de que sufría una grave equivocación el sujeto que en aquel instante oprimía el botón del timbre con entusiasmo digno de mejor causa.
Era domingo, no tenía servicio hasta el miércoles, y ninguno de mis amigos o conocidos cometería la insensatez de llamarme a tales horas.
Pero el timbre continuó sonando con la misma insistencia y fue inútil que me tapase la cabeza con las mantas. El agudo repiqueteo parecía metérseme en los sesos, y no había forma humana de conciliar de nuevo el sueño. Sólo quedaba una solución: abrir la puerta y tirar por la escalera al tipo que se atrevía a interrumpir mi descanso.